Charlie renuncia
Charlie va por un café.
—¡Qué
hay Charlie!
Antes de
responder al saludo observa su reloj —son las quince menos veinte—, después
suelta su acostumbrado “Estoy bien”.
—Estoy
bien.
—¿Qué
tal el asunto del Jefe, eh?
No
quiere hablar. No le importa el “asunto” del Jefe. Decide beberse el café de un
sólo trago. Le quema la garganta. Siente su lengua como pasto sintético de un
campo de fútbol. Sin embargo, su interlocutor parece no darse cuenta de que a Charlie
poco le interesan los problemas extramaritales del director. Incluso desprecia
su empleo y el de todos los demás.
—Anda,
Charlie. Bebe tranquilo… ¿sabes? Me han contado que Luisa quedó embarazada. ¿No
te parece gracioso?
Sinceramente
no tiene nada de gracioso que una mujer resulte embarazada luego de una
aventura, pensó Charlie. Sólo pensó y guardó silencio. Quiso darse la vuelta y
regresar por donde vino, de ese laberinto de oficinas y abogados, mas no pudo.
El tipo con quien no deseaba charlar le detuvo.
—Mira
que dárselas de Don Juan y ahora metido en un lío… El Jefe está en un verdadero
apuro. Sabes le he conocido a varias mujeres. Algunas de ellas se las he
presentado y nos hemos divertido de maravilla. Luisa seguramente fue un desliz,
tú sabes, no es del todo una “mujer decente”, tal vez quiera atraparlo.
¿Qué
hacer con un cretino? Repuso Charlie,
para sí. También sintió un ahogo en el pecho. Luisa, ciertamente, no era una
mujer honorable pero le tenía aprecio. Cariño más allá de la amistad, quizás.
No lo sabe. Realmente no sabe nada. Trabaja en un despacho de gánsteres, como
él dice, como todos dicen, y no ha podido abandonarlo. Lo ha intentado. En
junio del año pasado escribió su renuncia y la presentó ante el líder de la
mafia, el Jefe. Éste leyó la carta donde Charlie explicaba los motivos que le
llevaron a tomar tal decisión. Movía los labios al leer; decía, Ajá… Ajá… Sí. “Leeré
con más atención tu carta”, terminó diciéndole. Él sabía que no la volvería a
leer. Intentó disuadirlo para que aceptara su renuncia; dijo, “Jefe, usted
sabe… necesito cambiar de ritmo”. Sabía que no eran las palabras adecuadas, que
no lograría abrirse paso con frases como: “necesito cambiar de ritmo”. Al salir
de la oficina del director dio unos pasos hacia el escritorio donde trabaja
Luisa, sonrió frente a ella y se retiró a su oficina. Al cruzar el umbral de la
puerta se interrogó pensando si el gesto de sonrisa había sido el correcto.
Refunfuñó al notar que actuaba como un imbécil.
—No
ha de serlo —dice Charlie—. Mira que meterse con el Jefe.
Inmediatamente
la culpa lo asedia. No eran esas sus palabras. O no en ese tono, no con esa
semántica. Pensaba decir: “Qué asco debió sentir Luisa”
—Claro.
Claro que no es una mujer decente —dijo su interlocutor, dándole unas palmadas
en el hombro.
¡Eso
es!, comprendió. Cayó en el juego del abogado más lambiscón de todo el bufete.
Cuando era él quien debía sentirse libre de cualquier complicidad de rumores,
ahora le asaltan como sedientos en una tina de agua. En su cabeza escucha: “La
secretaría de Isaías abortó un hijo suyo”, “Bermúdez tiene un amante joven”,
“Luisa es una puta”. Siente que va a explotar. Esto no debe estar pasando, dice.
Toma aire, inhala, exhala. Piensa. Coloca su mano sobre la mesa donde se halla
la cafetera. Resuelve volver a su trabajo.
Al
lado de su oficina se encuentra la de Luisa. La observa. No como otras veces la
ha mirado, sino diferente. Se entrecruzan las miradas, el vidrio que los separa
es transparente y a no ser por unas letras que identifican el sitio de uno y de
otro, podrían verse completamente. Charlie sonríe. Luisa sonríe igualmente.
¿Qué pensará Luisa? Se pregunta. ¿Qué pensaré de mí después de haber dicho
semejante barbaridad? ¿Ahora Luisa supondrá que soy yo quien inventa las patrañas?
¿Y si así fuera qué podría decir ella? No, estaría indignada, responde, dándole
fin a todas sus cavilaciones.
Al
pensarlo por un momento Charlie ha decido compensar su comentario por un acto
sin precedentes en su vida de burócrata. Escribe una carta, su segunda carta de
renuncia. Esta vez agrega circunstancias que no pueden ser apeladas. Termina el
documento y se dirige, apresuradamente, a la oficina del Jefe. Se saludan. Observa
alrededor suyo y del director. Los libros están, como de costumbre, en el mismo
lugar. Las flores sobre la repisa siguen siendo rosas y todo lo demás está
impecable, con olor a objetos guardados.
—Esta
es la segunda vez que intentas renunciar, eh, Charlie.
—Ahora
son otros mis motivos.
—Ya
lo veo.
—¿Ya
lo ve?
—Te
felicito Charlie. No puedes ser mejor hombre que el que eres hoy.
Le
firman la carta de renuncia. Se despide del Jefe y éste se levanta con toda su
enormidad de grasa fofa y le da un abrazo.
—Anda,
hijo, buena elección.
Abre
la puerta de la oficina, vuelve a la suya con el documento autorizado y
firmado. Del otro lado del cristal Luisa redacta, con copia para el archivo, la
renuncia de Charlie. Sabe que Luisa no es una puta. Ella gira el rostro hacia
donde él la mira, aparta de sí el documento y sonríe.
Fabián
García Gómez
(22/julio/2013)